«—Bienvenidos, espero que pasen una feliz estancia con nosotros —les digo a la pareja de señores cincuentones y canosos que acabo de atender. Se marchan escaleras abajo acompañados de Jonás, el botones fortachón latino, que sostiene las dos maletas de mano de los señores.

Me llamo Fredy y trabajo en la recepción del Hotel Vanelia, un cuatro estrellas superior solo para adultos, ubicado en cala Mesquida, Mallorca. Está algo alejado de la capital, Palma, donde antes tenía mi apartamento. Ahora vivo cerca de mi trabajo, en un chalé con vistas al mar. Y no, la suerte no me ha sonreído; simplemente vivo con la jefa de recepción de mi hotel, mi actual pareja. ¿Cómo te quedas?

De repente, siento que alguien me pellizca el trasero. Es ella, Claudia, mi novia. Me sonríe y se pone a teclear algo en el ordenador. La observo, sobre todo su rostro, y veo las pequeñas patas de gallo que se le forman en las comisuras de los ojos, aunque bien sé que también tiene arrugas en el entrecejo, se las veo siempre que le doy un beso. Me saca quince años, por lo que es normal que su piel se resienta, y más siendo alemana y de piel tan clara. Encima está superbronceada porque le encanta tostarse en la terraza de casa y también en la playa, para qué negarlo.

Las puertas automáticas acristaladas se abren y entran nuevos clientes. Levanto la vista hacia ellos y descubro que son dos chicas de más o menos mi edad. Por sus cabellos rubios, facciones y piel deduzco que son alemanas, pero bien podrían ser de cualquier otro país nórdico.

—¡Buenos días! Bienvenidas —exclamo mostrando una amplia sonrisa algo forzada.

—Hola, buenos días, tenemos una reserva para dos personas —dice una de ellas, la que me parece menos guapa y de facciones más agresivas. No habla mal español, aunque se nota que no es de aquí por el deje alemán y por cómo pronuncia las erres. La otra me suena de algún lugar, porque un rostro así de hermoso no se olvida tan fácilmente. Hago memoria y sí, pero no es de otra parte sino del hotel, ya vino el año anterior. Aunque no la había atendido yo, sino que lo hizo mi compañero Lucas. Y después de eso, no la volví a ver, seguramente porque se fue cuando yo no estaba o tenía el día libre, podía ser. En esa ocasión iba con sus padres.

Antes de cogerle los datos, les pregunto si quieren una copa de cava, cortesía del hotel. Siempre tenemos un par de cubiteras encima del mostrador repletas de botellas. Me dicen que sí, aunque luego la bella rubia, la que me encandila, declina la invitación y le dice algo al oído a su amiga.

Les entrego la hoja para rellenar y les pido los documentos. Ahí confirmo que son alemanas, sin duda alguna, nacidas en Düsseldorf y tienen cinco años menos que yo. La que no me resulta tan atractiva se llama Sophie Weber y la otra, Lena Schmidt. Lena. Lena, bonito nombre, pienso mientras esbozo una sonrisa al saber al fin cómo se llama.

—Yo vivo aquí, es mi amiga la que viene de Alemania —me aclara sonriendo Sophie. Yo no dejo de contemplar a la otra, que ahora se inclina hacia su maleta de mano, cogiendo algo de su interior. Me encanta cómo le cae el flequillo delante de la cara y le acaricia el rostro. Incluso siento envidia de ese mechón de pelo. ¿Cómo debe de ser eso de poder estar tan cerca de su piel? Tiene el pelo largo y liso; en cambio, su amiga, lo tiene más ondulado y corto, por los hombros.

—Aquí tenéis vuestros documentos —les digo entregándoselos—. Solo hará falta que me firméis aquí —añado, señalando la hoja con todos los datos de la reserva. Se quedan cuatro días, no está mal, pienso, aunque me siento mal por ello. Mi novia nos mira de reojo y se marcha a su despacho, que está justo detrás de la recepción, donde hay más ordenadores y documentos y también su escritorio, «su trono», como siempre suelo pensar yo.

—Gracias —dice Sophie. Su amiga ha sacado un bikini de rayas blancas y negras. Sophie sostiene una mochila, además de tener otra maleta de mano junto a la de su amiga…»